Hace algún tiempo, en el curso de una cena que tenía como tema conductor el vino, uno de los asistentes proclamó que ''el mejor blanco es un tinto'', afirmación que hizo que mi querido colega Fernando Point saltase literalmente de su asiento y, visiblemente enfadado, proclamase a su vez que semejante afirmación era ''una mamarrachada''. Lo era, además de una barbaridad y de una clara demostración de que el opinante no iba muy lejos en su conocimiento del vino. Es seguro que la opinión de mi colega habría sido apoyada entusiásticamente por autores de la talla de Lope, Cervantes, Quevedo o Tirso, que fueron grandes bebedores y decididos partidarios de los vinos blancos de nuestro Siglo de Oro, que todos ellos alabaron en sus obras.
Blancos eran, también, los vinos con los que se regalaban los faraones; blancos, los que cantaron poetas persas o andalusíes, ya que sólo un vino blanco puede compararse con el oro. Pero, hasta hace nada, los vinos blancos españoles no tenían demasiado prestigio; bien es verdad que, con las excepciones consabidas, no daban tampoco la talla. Hablábamos, sí, de los blancos de Alsacia, del Rin o de Borgoña, pero más de oídas que de bebidas.
La semana pasada, al término de la muy satisfactoria cata final de la LVI Fiesta del Albariño, en Cambados, comentábamos con otro de los sabios en vino de este país, José Peñín, el extraordinario momento que viven, desde hace unos cuantos años, los blancos españoles. Las cosas cambiaron. Y cómo. Hubo hombres que creyeron que era posible hacer blancos de alta calidad, y se pusieron a ello, como Paco Hurtado de Amézaga, que supo ver las espléndidas posibilidades de la verdejo, en Rueda, o Santiago Ruiz, que fue el pionero en la calidad y modernidad de los vinos de las Rías Baixas.
Subrayábamos la sinceridad de unos vinos que no engañan, que responden con toda limpieza a lo que cabe esperar de las variedades de uva con las que están elaborados, cualidad que contraponíamos a la respuesta de los vinos tintos. Decía Peñín que, con los tintos que se elaboran o están de moda hoy, sería difícil incluso para un experto distinguir, en una cata ciega, tintos de Jumilla, del Priorat, de Mendoza (Argentina), de Australia... Yo añadía que los poetas andalusíes tendrían graves dificultades para comparar con el vino -en esta ocasión, tinto-, los labios de la amada, el brillo de los rubíes... Dar hoy con un tinto que podamos describir como ''rojo rubí'', al modo clásico, es casi imposible. Son todos más bien negros, haciendo honor a su nombre en vascuence -beltza- o en catalán -vi negre- y alejándose de su denominación normal -''rouge'', ''red'', ''rot'', ''rosso'', rojo, en suma- en francés, inglés, alemán o italiano.
Vinos en cuyas uvas se ha forzado la extracción de polifenoles, de color; sin duda ya saben ustedes que, con una o dos excepciones, las uvas tintas tienen la pulpa blanca y que los pigmentos que le dan color están en la piel. Se han puesto de moda los vinos muy oscuros... y muy alcohólicos, porque entre esos polifenoles está el tanino, responsable de que algunos vinos nos dejen la lengua como papel secante... aunque seamos discretos y digamos que son vinos astringentes; y la manera de contrarrestar el amargor del tanino -una de las maneras, porque añadir azúcar, lo que llamamos chaptalizar, está prohibido en España- es aumentar el contenido en alcohol del vino. Seguimos hablando del ''esqueleto tánico'' de un vino... cuando debíamos hablar no ya de un esqueleto, sino hasta de una musculatura.
Volviendo a los blancos, sí que teníamos claro que en otra hipotética cata a ciegas en la que se sirviese un albariño, un verdejo, un godello, un viura, un chardonnay... sería muy sencillo que casi cualquier catador, experto o aficionado, ''clavase'' la variedad y procedencia de cada uno de ellos, tan fieles son a su origen. Lo que pasa es que tenemos que abandonar el viejo concepto que tanta gente tiene de un vino blanco. De un gran vino blanco, y mira que hay blancos buenísimos, cabe esperar mucho más que frescura. No es un refresco: es un vino, normalmente muy serio, y hay que tratarlo así.
Yo lo hago con frecuencia. En ocasiones pido un gran blanco para acompañar todo un menú-degustación... dejándolo sobre la mesa, sin cubitera con agua y hielo. El vino va tomando temperatura y se va transformando, de modo que el que bebo al final del menú, atemperado, parece distinto -es que es distinto- del vino frío con el que lo comienzo. Y es que hay blancos con tanta estructura como muchos tintos. O más.
Así que Peñín y yo convinimos en darle la vuelta a la frasecita de marras, y proclamar a los cuatro vientos que el mejor tinto... es un blanco. De modo que ya lo saben. Ah, y los albariños del 2007, excelentes.
¡Plazo de matrículación abierto!